sábado, 27 de agosto de 2011

Piedra, papel, tijera.


Hoy, pesadamente, me di cuenta de las arrugas que cubren las hojas de mis cuadernos de notas, de mis cuadernos de seudo poesía, de pequeños cuentos cortos, de borradores inconclusos como la sinfonía del mar, de Piero, y me puse a pensar seriamente que esas arrugas son el producto del pasar de el tiempo sobre ellas. Han aprendido con nosotros, se han confundido, nos han visto maldecir gradualmente frente al cansancio, pero mas importante aun, nos han dejado aprender a través de ellas. Han sido medio y han sido fin, que igual de importantes son. Nos han dado alas para imaginar y nos han enjaulado al no encontrar una salida prudente a cierto miedo frente a la hoja en blanco. Hemos derramado casi sexualmente sobre ellas montones de lujuriosas palabras e imágenes, nos dejan acariciarlas con nuestras plumas, marcadores, esferos, lápices y colores de puntas cortas. Es su forma de acicalarse.

Han sido barquitos que naufragan en un charco a la salida del colegio o en la alberca de la casa del abuelo, también avión declarador de amores, gruyas aunadas a cielos veteados de madera, o alguna otra forma de indescifrable origami principiante o profesional.  

Nos han dado la sabiduría del silencio, la pulcritud de la blancura, el dulce olor de nuevéz, el fino y doloroso corte de la hoja recién salida de la resma, nuestro atisbe de exacerbada perplejitud ante lo insólito de la multiplicidad de su ser. 

Pero hasta hoy había sido ciego, insensato e insensible frente a esa hoja, mi fiel compañera desde recónditos tiempos vulgares. Ahora la querré un poco mas por esa delicada sencillez callada que la acompaña.

Agradezco a la hoja que encontré en ese bolsillito de mi camisa por dejarme agradecerle. (No a esta blanca hoja digital, que nunca será tan fiel como la amarillenta hoja del cuaderno rallado). 

No hay comentarios:

Publicar un comentario